Desde hace unos años se oyen en la Iglesia voces que piden a cada cristiano, a cada forma de vida o de ministerio que cuide su identidad. Que cada uno sea aquello que tiene que ser; que ostente su propia identidad y no tenga reparo en aparecer socialmente como aquello o aquel que es.
Además sería propio de una sociedad democrática el aceptar las diferencias sin discriminación y permitirle a cada uno, a cada grupo, ser lo que son -siempre que no pongan en peligro los derechos de los demás.
El poner el acento en la identidad de la vida religiosa o consagrada se debe al hecho de que -según una percepción generalizada entre no pocos- esta forma de vida en sus distintas expresiones se está “secularizando”, es decir, perdiendo su identidad sagrada, consagrada, religiosa. Esto se detecta en la forma “aseglarada” de vestir y en la renuncia a los hábitos, en el estilo de casas religiosas que ahora se llaman “pisos”, en un estilo de vida aburguesado, laico -en sentido político-. Hasta la “misión” estaría siendo secularizada al convertirse en trabajo social, o en trabajo educativo, o en empleo administrativo, sin especiales referencias a la trascendencia.
Esta insistencia en la identidad -dentro de la misma vida consagrada- se debe al hecho de la frágil identificación con el propio instituto, que se percibe en no pocos de sus miembros. No hay especial dificultad en confesar la propia identificacion con el carisma del fundador y del instituto. La dificultad surge cuando uno se ve confrontado con decisiones que no agradan, de las cuales uno disiente y que no van en la línea del propio proyecto personal. Entonces se detecta qué fragil es la alianza de pertenencia al grupo y la identidad carismática-institucional. Esa falta de identificación -que no resiste las pruebas- se expresa, en primer lugar, en una crítica que se vuelve progresivamente menos cordial y más distante; en un disenso permanente, después; en una ruptura fácil y sin demasiados protocolos.
¿Cómo identificarse en un cambio de época?
La vida consagrada no es una excepción en la humanidad. En ella repercute lo que acontece en la sociedad, en el mundo, en nuestra época histórica. También en la sociedad hay grupos muy claramente identificados e identificables. Suelen presentar rasgos que denominamos “fundamentalistas”.
Pero, con la llegada de la lucha por los derechos civiles, la defensa de las libertades, el respeto a la persona y a su individualidad, nos hemos vuelto más tolerantes ante la posible “no identificación en todo” con el grupo de pertenencia. Las comunidades humanas se han vuelto más flexibles para dar cabida en ellas a las diferencias, más dialogantes para negociar los distintos puntos de vistas, más tolerantes ante el pluralismo interno.
El vivir en una etapa de nuestra historia caracterizada por la mutua interdependencia, la interconexión, la globalización, una nueva experiencia del espacio y del tiempo, ha hecho que tengamos una mentalidad mucho más dinámica y menos estática. Ya no definimos tan netamente las fronteras, ya no insistimos tanto en las diferencias, ya no vemos éticamente correcto el luchar violentamente contra los diferentes. La época de la globalización nos ha abierto a la inter-culturalidad, al diálogo inter-religioso, a las relaciones inter-confesionales. Es evidente que esta apertura nos hace vulnerables a otros influjos y nos vuelve más eclécticos. Nos parecen bien las dobles o triples nacionalidades, las perterencias a redes que nos llevan más allá de lo nacional, de lo estatal, de lo establecido. Nuestro concepto de ciudadanía se va haciendo cada vez más extenso, hasta abarcar el sueño de una ciudadanía mundial.
A esto se añade, finalmente, lo que llamamos “conciencia posmoderna”. Las nuevas generaciones, o los seres humanos de nueva generación parece que llevan en sus genes una percepción distinta de la realidad. No se sienten movidos por los heroismos e idealismos políticos o religiosos de otras generaciones. No les preocupan las grandes cuestiones metafísicas que han ocupado a los pensadores durante siglos. Se instalan con facilidad en el llamado “pensamiento débil”, no porque lo reduzcan a estado de debilidad, sino porque no quieren utilizarlo como un instrumento por encima de sus limitadas capacidades. Utilizar la razón como un instrumento “poderosísimo” ha llevado a precedentes generaciones a querer explicarlo sistemáticamente todo, a inventarse metarelatos no verificables, a vivir en el exceso intelectual, renunciando a dimensiones importantísimas del ser humano. Por eso, la conciencia posmoderna prefiere ubicarse en la limitación, en el pequeño relato. Acepta la realidad tal como la percibe y, por eso, no la magnifica, no la sistematiza ni la dogmatiza. En este contexto, la identidad personal se percibe más como proceso, que como esencia; más como creatividad que como obediencia a un designio previo, más como opciones que se presentan que como sometimiento a una vocación irrefutable. Cuando el posmoderno quiere identificarse, lo hace no como imposición, sino como gesto de libertad y de oposición a los integrismos. Puede adoptar el hábito, formas litúrgicas arcaicas, someterse a sistemas que no le parecen opresores; pero, también tiene siempre una carta debajo de la mesa: es la conciencia de su autonomía, fragilidad y movilidad – cuando sea necesario dentro del juego.
La identidad compleja: hacia una nueva conciencia
Si estas reflexiones responden a la realidad,entonces pueden servirnos para entender un poco mejor lo que nos está sucediendo. Yo lo resumiría en una de las categorías utilizadas por uno de los premios nóbel de literatura, Amin Malouf en su obra “Identidades asesinas”: se trata de la categoría de la “identidad compleja”.
Me explico: a lo largo de nuestra vida, nuestra identidad personal se vuelve cada vez más compleja. Todos los procesos formativos, en todos los aspectos en que se realizan, configuran nuestra identidad. Nos vamos identificando progresivamente, pero ésto no quiere decir, que lo hagamos armónica y equilibradamente. Hay en nosotros, con frecuencia, una especie de lucha entre identidades, o de negociación también entre ellas. No es fácil armonizar la identidad de artista -casi siempre un poco bohemio- con la de religioso “regular”, es decir, sometido a Regla, a horario, a no pocas prescripciones. No es fácil armonizar una fuerte identidad nacional, política, en una institución que exige disponibilidad, apertura. Y así, podría multiplicarse los ejemplos. El resultado es que, sin darnos cuenta, en una determinada etapa de la vida, nuestra identidad es una red de identidades diferentes, contrapuestas, negociadas. En esa lucha o negociación, alguna identidad pierde, otra identidad se impone. Puede haber casos, en los cuales una identidad exija el sacrificio y la oblación de las otras. Si esto acontece hacia afuera… puede entonces asumir la forma de guerras de religión, terrorismos nacionalistas, fundamentalismos, choque de civilizaciones.
El mantenimiento de una identidad requiere, por lo tanto, un cierto grado de des-conexión, de alejamiento, de auto-protección y defensa. De no ser así, uno cae fácilmente en una pérdida de perfiles identificadores, aunque también comienza a ocupar espacios más amplios de encuntro con los otros.
En una próxima reflexión seguiremos pensando en las posibles salidas a esta situación que tanto nos afecta.
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