¡Hijo de José! ¿No basta con la Madre?

familia_colHay mucha sabiduría en esa imagen del carpintero José llevando de la mano a su hijo, el niño Jesús. La madre no es suficiente. Jesús no era sólo hijo de María; era también –según se creía- «hijo de José».

Dentro del diseño del Gran Novelista para su drama sobre la Encarnación de su Unigénito, a José le cupo en suerte un gran papel: ¡representar al padre! “¡Un auténtico ministerio sacramental!”, dirían sesudos teólogos, y añadirían, “¡que supera en dignidad y responsabilidad otros roles sacramentales, incluyendo los más jerárquicos!”

No es exagerado contemplar a José como sacramentum Patris, sacramento del Abbá ante Jesús. A él le cupo la importantísima tarea de ser el iniciador de Jesús, juntamente con María, en los misterios de la vida. La protección de una madre, por mejor intencionada que sea, no puede sustituir la protección del padre. Cuando el niño tiene doce años, los ancianos entran sencillamente en el recinto de la madre y se lo llevan. La madre lo busca angustiada. «Un niño no puede convertirse en hombre sin la intervención activa de los ancianos» (dicho de las tribus de Nueva Guinea). El niño necesita trasladarse de la casa materna a la casa paterna. Jesús niño también necesitó trasladarse de la casa de la madre a la casa del padre, del mundo materno al mundo paterno. Como niño había vivido feliz en el mundo de María, su madre. Probablemente –como a todos los niños- José le parecía peligroso, inestable y lleno de incógnitas.

Pero le llegó el momento de la iniciación. «¿No sabíais que debo estar en la casa de mi padre?», dice Jesús en un momento en que algo estalla en él. Después ”baja” y les “está sujeto”. Jesús entra en la casa del padre, en el taller. Sigue el descenso, la bajada (katábasis). Empieza una vida dura de mediocridad, abatimiento, silencios, resquebrajamiento. ¡Se acabó la infancia soñadora! El pequeño Jesús inicia ahora el camino oscuro. Cuando tiene lugar la katábasis un hombre ya no se siente una persona especial. No lo es. «Aparece como uno de tantos».

El yo masculino de Jesús comenzó a cambiar. De la psicología grandiosa de hijo de Dios, infundida por la madre, que engrandece a Dios, Jesús inicia el Descenso, de mano de su padre, José. Trabajar en el taller significaba in-tensificar la inmersión. La transformación está aún pendiente. El traslado a la casa del padre requiere mucho tiempo y es agónico y lento (¡los peces y las tortugas se independizan de la madre desde el primer día!). No implica necesariamente rechazar o enfrentarse al mundo de la madre. La iniciación le exige al hijo que traslade su energía afectiva de la atractiva madre al poco atractivo padre. Cuando un hombre entra en esta etapa, considera el Descenso algo sagrado, incrementa su to-lerancia a las cenizas, como polvo, aumenta la capacidad de su estómago para espantosas in-trospecciones, aumenta su capacidad para digerir los perversos hechos de la historia, aprende a estremecerse.

Un hijo huele a su padre. José y Jesús, padre e hijo, pasaban largas horas juntos en el taller. Lo que ocurría, durante ese tiempo, era que -como si de alimento se tratase- una sustancia se transfería del cuerpo más viejo al más joven. Digo sustancia, y no solamente, intercambio de actitudes. Hablo de un auténtico intercambio físico, como si una sustancia pasase directamente de José a las células de Jesús. Jesús olía a José. El padre iba interiorizándose en su propio cuerpo. El cuerpo del hijo –no su mente- necesita este alimento que le llega por un conducto muy por debajo de la consciencia. Antes había sintonizado con el cuerpo de la madre. Ahora con el cuerpo del padre.

El hijo necesita acompasarse a la frecuencia masculina tanto como a la femenina. Si no reciben esta sintonía, los hijos tendrán hambre de padre toda la vida. Por más que se compadezcan de sus hambrientos hijos, las mujeres no pueden reemplazar la sustancia ausente. Cuando el hijo no ve el lugar de trabajo del padre, o lo que éste produce, ¿imagina que su padre es un héroe o, un defensor del bien, un santo o un caballero blanco? La respuesta de Mitscherlich es triste: “¡el lugar vacío es ocupado por demonios!”. Dicha sospecha produce la ruptura de la comunidad entre hijo y padre. La enseñanza de José comenzó a ser para Jesús la mejor bendición, la bendición paterna. José era fuerza viviente en el hogar. Cuando se sentaba a la mesa llenaba todo el espacio paterno. Y desde ahí Jesús descubrió también la “humanidad del Abbá”: “mi Abbá trabaja; todo lo que le veo hacer, eso hago; las palabras que digo no son mías”… ¡Resonancias de una profunda experiencia humana!

La mitología está llena de historias del malos padres (el devorador de hijos, el aventurero lejano, el gigante celoso y posesivo). Urano, Cronos y Zeus manifiestan tres tipos de horrenda paternidad. La paternidad positiva a la que todos aspiramos es poco común en los cuentos de hadas y en la mitología. No hay padres buenos en las principales historias de la mitología griega y muy poco en el antiguo testamento. Abrahán estaba dispuesto a sacrificar a Isaac. Pero el padre de Jesús, José, era “justo”, protector, y le dio nombre a su hijo: “el hijo del Carpintero”. José es una memoria importante para la así llamada “sociedad sin padre”.

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