La figura de José, el esposo de María, sigue siendo misteriosa. Parecerá extraño que un teólogo del siglo XXI se fije en él. Es verdad que apenas se habla casi de este hombre en los tratados teológicos; no es mencionado en las aulas de Teología. Hay cristologías y mariologías que apenas aluden a él, o incluso lo eluden. Hay artistas que lo alejan de María, aun habiendo sido su esposo. No obstante, hay personas –y yo quiero ser una de ellas- que mantienen viva su memoria, que transmiten su nombre, que escriben sobre Él e intentan comprender mejor su misterio. Sorprendentemente donde la figura de José emerge –en distintas e interesantes versiones- es en el ámbito del cine. Hay actores que han ofrecido a la sociedad bellas imágenes de un José enamorado de María, o padre providente de Jesús, o de un José protector. Yo quiero hoy ofrecer unos datos sobre su “perfil oficial” en la Iglesia, y también arriesgarme a ofrecer “su perfil teológico” en ocho palabras: nombre, esposo, excluído, probado, guardaespaldas, artesano, sacramento, estigmatizado.
El perfil oficial de “san José”
Que la figura de José, el esposo de María y el padre de Jesús, pertenece al ámbito de la devoción eclesial, es innegable. El 8 de diciembre de 1870 José fue declarado por el Papa Pío IX –que respondía así a lo solicitado por los Padres del Concilio Vaticano I- “patrono de la Iglesia universal” y elevó la fiesta del 19 de marzo a la categoría litúrgica de “doble de primera clase”; lo hizo con la encíclica “Quemadmodum Deus”. Para celebrar el centenario de ese evento, el año 1970 se organizó en Roma un simposio internacional sobre el tema “San José en los XV primeros siglos de la Iglesia”.
El Papa León XIII por su parte declaró que
“ninguna persona puede tener una dignidad más alta que la Madre de Dios; pero, sin embargo, por darse entre José y la Virgen el vínculo conyugal, no se puede dudar de que el mismo José se acercó -como nadie- a aquela dignidad excelentísima”[1].
La presencia de san José en la plegaria pública de la Iglesia ha sido tardía. Sólo en 1726 se introducía su nombre, por Decreto de Benedicto XIII, en las Letanías de los Santos, inmediatamente después de san Juan Bautista. Se quiso introducir su nombre en el Canon de la Misa, pero la Congregación de Ritos respondió negativamente con fecha del 16 de septiembre de 1815.
La liturgia del rito romano, reformada por Pablo VI, hace justicia a la figura de san José, como figura única en la historia de la salvación. Se atiende en ella a la singularidad de la misión que le correspondió a José en el misterio de la Encarnación redentora.
- Antífona de entrada: tomada de la parábola evangélica de los siervos que aguardan a su Señor que vuelve fe las bodas
- Oración colecta: Dios todopoderoso, que confiaste los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel custodia de san José, haz que por su intercesión la Iglesia los conserve fielmente y los lleva a plenoitud en su misión salvafdora
- Primera lectura: 2 Sam 7,4-5, 12-14.16: promesa davídica y mesiánica
- Salmo 88: versículos seleccionados que hablan de la promesa hecha a David y de la Alianza
- Segunda lectura: Rm 4,13.16-18.22: la fe de Abraham
- Evangelio: Mt, 1, 16-18.21-24: Genealogoía de Jesucristo y anuncio de José. Es como la fiesta de la “generación patriarcal” de Jesús, no la “generación virginal”.
- Oración sobre las ofrendas: “servirte con un orazón puro como san José que se entregó enteramente a servir a tu Hijo”
- Antífona de comunión: servidor fiel que entra en el banquete de su
Señor - Poscomunión: la Familia que ha celebrado con fozo la fiesta de san José. La Iglesia aparece aquí como Familia de Dios
Fue san Juan XXIIII quien introdujo en nombre de José en el canon romano, pero solo en la plegaria eucarística “Communicantes”, pero no en el “Confiteor”; él mismo colocó el Concilio Vaticano II bajo el patrocinio de san José[2]. La Congregación para el Culto divino y la disciplina de los Sacramentos emanó un decreto el 1 de mayo de 2013 –firmado por el Cardenal Antonio Cañizares- que determina que se añada el nombre de San José en las Plegarias eucarísticas II, III y IV del Misal Romano.
A la fiesta de san José el 19 de marzo, se unió la fiesta de san José obrero, el 1 de marzo. Se le considera también el patrono de la buena muerte, ejemplo de vida interior. San Juan XXIII en su carta apostólica “Le Voci” dice:
“José aparte de algunas apariciones esporádicas que se hallan aquí y allá en los escritos de los Padres, permaneció durante siglos y siglos en un ocultamiento característico, un poco como una figura ornamental en el cuadro de la vida del Salvador. Y fue preciso tiempo hasta que su culto penetrase por los ojos y entrase en el corazón de los fieles e hiciese brotar un movimiento especial de plegaria y de confiado abandono. Estos gozos del fervor estaban reservados a las efusiones de la época moderna”[3].
El Papa san Juan tenía la convicción de que ha comenzado una nueva época en la que al característico silencio u ocultamiento de san Josésigue –ahora y en el futuro- el clamor de los pueblos que había anunciado ya Pío XI. El 19 de marzo aquel Pontífice planteó la cuestión sobre el culto de san José en un contexto y en una perspectiva especial:
“Es sugestivo observar de cerca y contemplar cómo brillan una al lado de la otra dos magníficas figuras que se acompañan desde los primeros siglos de la Iglesia: primneramente la de san Juan Bautista, que suege del desierto, una veces con voz de truneo y otras con apacible dulzura; a veces como león que ruge y otras como el amigo que se alegra de la gloria del Esposo…Después san Pedro…. Entre estos grandes personajes, entre estas dos misiones, he aquí que aparecen la persona y la misión de san José, el cual, siun embargo, pasa silencioso, comod esapercibido y desconocido, en la humildad, en el silencio, un silencio que no debía iluminarse sino más tarde”[4].
El “san José” de algunos teólogos del pasado
Francisco Suárez, reconocido como iniciador de la la Mariología[5], se preguntaba:
¿no decía acertadamente san Agustín que María es más grande por llevar a Jesús en su corazón, que por haberlo concebido en su vientre? ¿No decía Jesús que lo más grande de su madre era haber creído, acogido la Palabra y haberla cumplido y no haberlo engendrado, llevado en el vientre y amamantados?[6].
Según esto sería mayor la filiación adoptiva que la maternidad divina. Y él mismose respondía:
“Hay que considerar de otro modo esta dignidad, en cuanto es una unión especial con Dios; la cual unión egregiamente llamaron Santo Tomás y Cayetano “afinidad o parentesco con Dios”; y de esta manera apenas pueden compararse esta maternidad divina y la filiación adoptiva entre sí; porque son de órdenes distintos, y en cierta manera se exceden mutuamente”[7].
¡Es interesante esta reflexión! A partir de ella podríamos decir que es más bienaventurado José por su fe y acogida de la Palabra de Dios que por haber engendrado a Jesús, que no fue el caso! Para Suárez José era verdadero Esposo de María, “padre de Cristo”, cabeza y superior con respecto a la virgen María” y Jesús estuvo sometido a él.
También se preguntaba Suárez sobre la identidad de san José respecto a los apóstoles, cuyo función era considerada por santo Tomás de Aquino como “el más alto oficio del Nuevo Testamento”. La respuesta que dio Suárez fue ésta:
“El oficio de san José no perteneció al Nuevo Testamento, ni propiamente al Antiguo, sino al autor de uno y otro, a la piedra angular que unió ambos Testamentos”[8].
Bonifacio Llamera escribe respecto al “principio fundamental de toda la teología de san José:
“Dos son los principios en que se apoya toda la teología de san José: primero, su unión con María por el matrimonio y, segundo, su ministerio paternal acerca de Jesús. Son dos, ambos fundamentales, pero no tienen el mismo valor y primacía… Toda la teología de san José tiene un fundamento primero y principal: el matrimonio que lo liga con María, la Madre de Cristo… Muy poco nos cuenta el Nuevo Testamento de la vida y virtudes de san José, pero ha dicho mucho al llamarle Esposo de la Virgen: “José, su Esposo” y en otro lugar “Jacob engendró a José, Esposo de María”. Como si dijersen: ¿queréis que os diga en una palabra quién era José? Hela aquí: era el Esposo de María, la Madre de Dios”[9].
Pablo VI pedía que se estudie la figura de José para que
“el pueblo de Dios esté en situación de comprender siempre mejor y apreciar el lugar singular que la Providencia ha confiado a José, en unión con María su Esposa, en el misterio de Cristo y de la Iglesia”[10].
Por eso, ha habido intentos serios –y los sigue habiendo- de incluirlo dentro de la reflexión teológica. De ahí las propuestas de elaboración de una “Josefología”. Entre los años 70 y 80 del siglo XX hubo un cierto florecimiento de la Josefología, o reflexión teológica sobre san José; pero en los últimos quince años de nuevo parece que ha remitido, aunque no cesan de aparecer reflexiones, artículos y libros sobre san José.
En el pontificado de san Juan Pablo II se quiso dar un fuerte impulso a la inclusión de José en la vida y en la teología de la Iglesia. Hace casi 27 años, el 15 de agosto de 1989, hace ahora exactamente 27 años, el papa san Juan Pablo II publicó publicó una exhortación apostólica sobre san José denominada “Redemptoris Custos”, aunque fue dada a conocer más tarde, el 24 de octubre de ese mismo año. Con esta exhortación apostólica, que no encíclica, el Papa culminaba su trilogía, formada por dos encíclicas precedentes “Redemptor Hominis” y “Redemptoris Mater” –publicada ésta dos años antes, el 25 de marzo de 1987- y esta exhortación. En ella;
- tras una breve introducción,
- se evoca la figura de José tal como aparece en nuestra tradición (nn. 2-16),
- se hace referencia a la misión de José dentro del plan divino de salvación (nn17-29)
- y al clima de silencio que acompaña todo lo que tiene que ver con su persona (nn. 25-27);
- finalmente el Papa habla sobre José como aquel que es y sigue siendo “Patrón de la Iglesia”.
Perfil teológico de “san José” para hoy
Muchos se preguntan qué significado tiene para la vida de María, la vida de Jesús, la vida de la Iglesia y de la humanidad José de Nazaret, o de Belén. ¿Qué función ejerce en el conjunto? ¿Qué nos desvela?
José puede ser contemplado como “teología narrativa”. El relato de su memoria eclesial es terapéutico, benéfico, salvífico. Nos hace comprender muchas cosas sobre María, sobre Jesús, sobre la comunidad creyente.
Quisiera trazar con unos rasgos su perfil teológico y espiritual. Y quisiera hacerlo con ocho rasgos: el nombre, el esposo, el excluído, el probado, el guardaespaldas, el artesano, el sacramento, el estigmatizado.
1. José es su nombre
Su nombre es profundamente hebreo: ¡José! En su entorno familiar todos llevaban nombres hebreos, patriarcales. Eran nombres que evocaban a grandes personajes del pasado del pueblo. Ahí estaban María –su joven esposa-, Jesús o Josué –el hijo de su esposa-, Santiago, Joset, Judas y Simón –hermanos del Señor-. Había –en aquellos tiempos del s. I- hebreos que llevaban nombres extraños a la historia del pueblo, o nombres helénicos, como Andrés o Tolomé. José era tan hebreo, como Iñaki es tan vasco. José emerge como un auténtico descendiente de David, un davídida auténtico. La expresión “José, hijo de David” aparece en boca del mensajero divino que le es enviado.
“José” es un nombre hebreo en forma apocopada; como cuando en lugar de decir Javier, decimos Javi. Es un nombre teofórico. Habla de Dios en forma de deseo. Ja-asaf, o Yahweh aspa, que significa: ¡Que Dios-Yahweh añada! En el nombre de José hay un deseo de descendencia, de hijos, de crecimiento, de multiplicación …
“José” evocaba a un gran patriarca, hijo de Jacob: José el soñador, el gran protagonistas de los últimos capítulos del Génesis. Cuando sus padres –Jacob llama a su padre el evangelista Mateo- le impusieron ese nombre, probablemente pensaban en su hijo como un “nuevo” José. Y, probablemente también, el evangelista Mateo, cuando se refirió a él pensó en aquel misterioso patriarca que, vendido por sus hermanos, llegó a Egipto y en Egipto hizo sobrevivir al pueblo, cuando el hambre podría haber acabado con él.
Hay, sin embargo, una contradicción entre el significado del nombre y la realidad de José. Su vida no fue cauce, ni semilla. En las genealogías de Mateo (Mt 1) y de Lucas (Lc 3) se exaltan las figuras masculinas que “engendraron”. A todas ellas les fue concedido el “crecimiento”, como bendición de Dios. La única figura masculina “excluida” de ese crecimiento es José, “el esposo de María”. Porque cuando podríamos esperar una frase como ésta “Y José engendró de María a Jesús”, el evangelista dice: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Cristo”.
2. El esposo de María
También en esto la figura de José es extraña. En un ambiente judío como el suyo, lo normal hubiera sido hablar de María como “la esposa de José”. Sería lo propio de una sociedad fuertemente patriarcal. En cambio, no. A José se le define por su esposa: él es “el esposo de María”. María, de la que apenas se presentan rasgos previos a su alianza esponsal con José -¡de ella solo se dice que era “virgen”, es decir, todavía “intacta”!-, y de la cual no tenemos referencias familiares, es para Mateo y Lucas la realidad humana que define a José, pues José es “el esposo de María”. Se rompe aquí el modelo patriarcal. José no es el que engendra. José no es el que define la identidad de su esposa, sino al revés: la esposa engendra al Hijo y define al Esposo.
José pudo temerse muchas cosas. Las más importante ésta: que una mujer, como María, que le había sido concedida como esposa en la ceremonia de los esponsales hebreo, pero con la cual todavía no había celebrado la boda tradicional o casamiento (¡conducirla a casa!), le fuera arrebatada. ¿Por quien? Esto es lo extraño: ¡por el mismo Dios! José, hombre justo, muy cercano a Dios, tuvo que intuir que la mujer que tenía como esposa era “demasiado” para él. Tuvo que verla muy metida en Dios, como un ser “angelical”, como un cuerpo “consagrado”. Las dudas de José no tendrían tanto que ver con burdas sospechas de infidelidad. María no daría nunca que sospechar en ese sentido. El único contrincante o rival –permítasenos hablar así-, con quien José había de debatir era el mismo Dios. Su propósito de “retirarse” -¡abandonarla en secreto!- revela un fuerte estado de angustia.
Pero fue entonces cuando Dios le manifestó a José que también contaba con él y no solo con María. Contaba con él, en primer lugar, como esposo de María: “No temas en tomar a María como esposa”. Y, en segundo lugar, quería que impusiera el nombre al hijo de María, es decir, que lo reconociera como “suyo” y que durante toda su vida fuera fiel a ese reconocimiento. No se trataba únicamente, como puede verse, de un precioso gesto de adopción, sino de algo todavía más fuerte. El niño que asumía como hijo, era el hijo de su esposa del alma. El mismo Dios-Padre-Madre de ese Niño quería que José apareciera en la tierra como su “sacramento”, su representante, su vicario. Y José dijo “fiat”, “hizo lo que el ángel le había dicho”.
El esposo de María lleva su esponsalidad al culmen, haciéndose padre del hijo únicamente engendrado por María. María y José no tienen vocación dual, sino única. Estaban llamados a tener un solo corazón, una sola alma, y todo en común. Dios no quiso para su Hijo un contexto familiar dividido, discriminador, meramente matriarcal. Todo era en común. José y María, María y José son el comienzo de una nueva forma de comunión, porque –como decía san Agustín-, los amores más fuertes son aquellos que “Dios aglutina”. El Hijo de Dios era “la gracia” del hogar de Nazaret. En él no faltaba la comunión del Espíritu Santo.
3. El excluído
La exclusión de José del misterio santo de la concepción de Jesús es un dato sumamente extraño, dentro de la cultura y forma de ser del pueblo de Israel. Rompe el esquema patriarcal que era vigente. Desvaloriza y relativiza la aportación masculina a la concepción de Jesús. Todo el protagonismo humano en la concepción de Jesús es colocado sobre María.
Es cierto que José se convierte en esposo de María, por voluntad de Dios. José hace lo que el ángel le pide (¡el fiat de José!):
“Durante su vida, que fué una peregrinación en la fe, José, al igual que María, permaneció fiel a la llamada de Dios hasta el final. La vida de ella fué el cumplimiento hasta sus últimas consecuencias de aquel primer “fiat” pronunciado en el momento de la anunciación, mientras que José – como ya se ha dicho – en el momento de su “anunciación” no pronunció palabra alguna. Simplemente él “hizo como el ángel del Señor le había mandado” (Mt 1, 24). Y este primer “hizo” es el comienzo del “camino de José”. A lo largo de este camino, los Evangelios no citan ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio de José posee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el “justo” (Mt 1, 19)”[11].
María y José estuvieron prometidos y después se desposaron. Mateo y Lucas, aunque mencionan expresamente a José como el hombre o marido de María (Mt 1,16.19-20; Lc 1,27) o como el padre de Jesús (Mt 13,55; Lc 3,23; 4,22; Jn 1,45; 6,42), sin embargo excluyen totalmente a José de la concepción de Jesús. ¡Y esto resulta muy extraño!
Precisamente los dos evangelistas conectan a José con unas largas genealogías. En estas genealogías que se remontan hasta Abraham e incluso hasta Adán y Dios, se resalta a cada paso que son los varones quienes “engendran”. Cuando en la genealogía de Mateo aparecen algunas mujeres, se sigue afirmando lo mismo: quien engendra es el varón, pero “de” una mujer. Al llegar a José, éste es excluido totalmente de la generación; la generación recae exclusivamente sobre su mujer, su esposa, María. Lo único que le cabe a José, según el evangelio de Mateo, es “poner el nombre” al hijo de María: “Tú le pondrás por nombre Jesús” (Mt 1,21); en cambio, según el evangelio de Lucas, a José no le es asignada ninguna función, ni siquiera la de imponer el nombre, pues el ángel le dice a María: “Tu concebirás, darás a luz y pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31). Más todavía: de José se afirma que “no la conoce” (Mt 1,25); y la futura madre, María, dice de sí misma que “no conoce varón” (Lc 1,34).
En la redacción transmitida del Evangelio de Marcos nunca se menciona a José, como padre de Jesús. No obstante, sí que menciona a la madre de Jesús (Mc 3,31-32) o habla de Jesús como “hijo de María” (Mc 6,3), ¡nunca como padre de Jesús! El mismo Pablo, en sus escritos no presta atención a José, y a María se refiere solo una vez con la vaga expresión “nacido de mujer” (Gal 4,4).
La exclusión del varón José, como padre real y biológico de Jesús, tanto en los relatos de la infancia de Jesús, como en la posterior tradición bíblica resulta más llamativa, cuando se piensa en la importancia del padre dentro de la mentalidad hebrea. Sin embargo, en los relatos de la infancia de Jesús es la madre, María, quien asume todo el protagonismo. Jesús es hijo de ella, no hijo de José.
El esposo de María, José, sirve –sin embargo- de eslabón para concederle a Jesús la pertenencia al pueblo de Dios y a la casa de David. A través de José, Jesús queda entroncado con los personajes más importantes del pueblo de Israel (David, Abraham) y hasta “Dios” (en la genealogía de Lucas).
¿Es verdad lo que nos dicen estas fuentes? ¿Es correcta la lectura que descubre detrás de los textos de Mateo y Lucas la existencia de un hecho real que es la concepción de María sin concurso de varón?
La credibilidad de estas fuentes de información es para nosotros, los creyentes, esencial. Prestamos una adhesión cordial a esos libros santos y, sobre todo, a la comunidad que nos los ha transmitido: a una gran nube de testigos. La Sagrada Escritura es para el creyente mucho más que un libro: es el santuario de la Revelación de Dios. Se acerca a él para leerlo “en el Espíritu Santo”. No busca en él informaciones, conocimientos, sino el contacto con el Misterio de Dios, revelado en Cristo Jesús. El creyente también sabe que cuando se acerca al Libro Santo, lo hace unido a miles y millones de creyentes que, a lo largo de veinte siglos de cristianismo, han experimentado la penetración de la Palabra hasta lo más profundo del alma.
Y creemos en esta tradición, aunque la comprobación de este fenómeno y su explicación exceda nuestras posibilidades de investigación. Conectamos con el hecho real únicamente a través de una serie de testigos a los que concedemos nuestra total confianza: en primer lugar a María, José o el mismo Jesús que comunicaron el hecho en círculos familiares y restringidos; en segundo lugar a quienes se lo transmitieron a la primera comunidad cristiana; en tercer lugar a los evangelistas que escribieron y redactaron el evangelio de Mateo y de Lucas: aceptamos su testimonio como “canónico” y lo aceptamos tal como ellos lo narraron para nosotros y nos lo transmitieron; damos nuestra confianza a la iglesia que en los primeros siglos reconoció estos evangelios como canónicos y fiables, dejando de lado como apócrifos otros textos; lo aceptamos, finalmente, porque la comunidad de los fieles lo ha creído firmemente hasta hoy, siglo XXI. Esta creencia se ha convertido en un punto básico dentro del sistema cristiano.
Podemos decir, por tanto, que este primer acceso al origen de Jesús no dispone de aquellas pruebas que hoy se exigirían ante un tribunal para dar por cierto un hecho. No obstante, sí que disponemos de una larga cadena de testimonios a los que concedemos nuestro asentimiento.
4. El probado
De José, el esposo de María, conocemos sus antecedentes: era descendiente de Abraham, de David: “hijo de David” (Mt 1,20) o “de la casa de David” (Lc 1,27). De José se dice que era justo, que era obediente a la Ley santa. Su justicia fue puesta a prueba. No sabemos exactamente por qué motivo. El capítulo 1 de Mateo nos permite barajar dos hipótesis: la hipótesis de la ignorancia o la hipótesis del conocimiento.
Según la primera hipótesis, José ignoraría la causa del embarazo de María; las sospechas podrían recaer sobre cualquier otra persona; en ese caso, la ley le permitía restaurar su honor y castigar la injusticia (Deut 22,23-24); pero José dudaba sobre el modo de hacerlo: el más público (juicio condenatorio) o el más privado (darle el acta de repudio).
La segunda hipótesis presupone que José supo lo que había ocurrido en María y el Misterio que en ella tenía lugar. Por eso –asombrado y temeroso de Dios – habría decidido no hacer posesión suya quien solo pertenecía a Dios. Por eso, habría decidido separarse de ella.
En cualquiera de las dos hipótesis, la maternidad de María queda colocada en situación sumamente peligrosa: ¡totalmente desprotegida ante su esposo y ante la sociedad! Si el esposo no hubiera comprendido su misterio, podría haber sido apedreada y ejecutada según la ley; si comprendiendo el misterio, hubiera actuado, la habría dejado sola.
5. El guardaespaldas del Redentor (“Redemptoris Custos”)
Cuando José acoge a María en su casa se convierte en la ayuda más poderosa para servir al Niño Jesús, en su educación y formación. Es más: en su “fiat” obedece al ángel que le pide que imponga el nombre a Jesús. Dentro de la cultura judía esto significaba que lo acogía públicamente como hijo suyo. José acogió tanto a María, su esposa, como al Hijo de María, como dos realidades propias. Y contribuyó mucho más de lo que podemos imaginar a la formación, educación y maduración humana de Jesús, el hijo de Dios, el hijo de María, su hijo “espiritual”. El Papa san Juan Pablo II lo ha expresado así en su encíclica “Redemptoris Custos”:
“San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente “ministro de salvación”. Su paternidad se ha expresado concretamente “al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora que está unida a él; al haber hecho uso de la autoridad legal, que le correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa”. La liturgia, al recordar que han sido confiados “a la fiel custodia de san José los primeros misterios de la salvación del hombre”, precisa que “Dios le ha puesto al cuidado de su familia, como siervo fiel y prudente, para que custodiara como padre a su Hijo, unigénito[12]).
José fue un personaje muy importante en la acogida, protección, formación y acompañamiento de Jesús. Pero en la experiencia religioso-cristiana de millones de creyentes de todos los siglos ni José, ni ningún otro varón, ha resultado un personaje importante a la hora de pensar en el origen humano de Jesús. La experiencia espiritual , el sentimiento cristiano, ha acogido ciertamente la figura de José, pero no como padre real de Jesús. ¿Por qué? Hay un sentir común en la iglesia: José no fue elegido para dar origen a Jesús. Por lo cual nuestra fe confiesa que Jesús nació de María y ¡sólo de ella!
Ha habido una gran mujer y gran santa que ha entendido de modo muy peculiar la función de José en el Misterio de Dios. Fue Teresa de Jesús. Ella escribió en el Libro de su Vida:
“En especial personas de oración siempre le habían de ser aficionadas; que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los Angeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino. Plega el Señor no haya yo errado en atreverme a hablar en él; porque, aunque publico serle devota, en los servicios y en imitarle siempre he faltado; pues él hizo, como quien es, en hacer de manera que pudiese levantarme y andar y no estar tullida; y yo, como quien soy, en usar mal de esta merced”[13].
6. El artesano de Nazaret
De José se dice que era “artesano”. Tenía la habilidad de arreglarlo todo, de rehacer lo deshecho, de ajustar lo desajustado. Su taller era un lugar donde lo inútil se volvía útil, lo afeado hermoso, lo escacharrado lograba funcionar. José era un sabio de las cosas; para él nada era imposible; estaba aliado, cordialmente aliado, con aquello que caía en sus manos. Y no solamente con ello, quizá, más aún, con sus propietarios.
José-artesano pasó haciendo el bien; quizá con poco tiempo para dedicarse “a lo suyo”, pero haciendo lo de los demás como si fuera propio. Por doquier iba dejando su impronta de cosas bien hechas y no chapuzas. El buen artesano no es materialista. Sabe que ha sido llamado para reparar los elementos que utilizamos para vivir y para hacer más fácil y agradable la existencia de los demás. El artesano es como el médico de las cosas. Su taller como un pequeño hospital. La bondad de su corazón se plasma en todo lo que hace.
El taller de José quedó transformado en casa, en hogar, gracias a la presencia de su mujer, María. A ella le dedicaba la mayor parte de sus pensamientos; por ella multiplicaba sus sudores; el artesano enamorado, la recordaba, la evocaba y cuando la veía entrar, todo su taller se iluminaba; entonces todo él se convertía en abrazo y beso, aunque no abandonara herramientas, ni tarea. Y cuando la mujer se iba, su presencia quedaba queda: ¡todo queda marcado por su presencia ausente!
Y José enseñó el oficio a su hijo –el hijo de María-. El taller se convirtió pronto en escuela, en ámbito transmisor de habilidades. Jesús, tal vez no recordara cuándo comenzó la primera lección. Tal vez… cuando caminando a gatas por el suelo se sorprendió ante las virutas, o cuando se quiso tragar un tornillo ante el espanto de su madre. Poco a poco fue familiarizándose con el trabajo transformador. El padre le iba enseñando los pequeños secretos que hacen fácil lo difícil, que dejan su firma única en todo lo que él hace. El padre se convirtió en maestro, en transmisor de sabiduría, cuando lo adiestraba, cuando lo corregía o alababa. Los hijos diligentes están en buenas condiciones y en forma para superar al maestro. Es entonces cuando el padre se muestra orgullos de su hijo y así se lo expresa a la gente: “No os preocupéis, lo hará muy bien… mejor que yo!”. En el fondo José pensaría: “Conviene que él crezca y que yo disminuya!”. Un día el artesano desapareció. Y quedó el hijo. Mejor: el padre nunca desapareció; su espíritu impregnaba el taller. Jesús será siempre “el hijo del carpintero”.
7. “Sacramento del Abbá” para el Jesús adulto
Hay una serie de frases del Jesús adulto, tomadas del cuarto Evangelio, que adquiere desde José un profundo significado.
- “Mi Padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo” (Jn 5,17).
- “Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que él hace” (Jn 5,20).
- “Las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo dan testimonio del Padre” (Jn 5,36).
- “Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí” (Jn 10,25).
- “¿Por cuál de estas obras, que vienen del Padre, queréis apedrearme?” (Jn 10,32).
- “Si no hago las obras del Padre, no me creáis” (Jn 10,37).
- “El Padre que permanece en mí, es el que realiza las obras” (Jn 14,10).
El taller de Nazaret se muestra como anticipación y profecía. Jesús aprende de José a redimir, antes a las cosas que a los hombres. Supo hacer servible lo inservible, a no dar nada por definitivamente roto y escacharrado. En Nazaret, bajo la mirada de José, Jesús se ejercitó en la Redención. No le fue difícil pasar de “artesano de cosas” a “artesano de la humanidad”, pasar del “taller de Nazaret” al “taller del Evangelio”.
8. El estigmatizado
¡Nazaret! taller y parábola, tuvo sobre sí la sombra de la cruz. Muchas lágrimas bautizaron aquellos trabajos, aquel humilde lugar. Las lágrimas contenidas de José cuando no entendía qué le estaba sucediendo a María, embarazada de no sabía quién. Las lágrimas de María, cuando descubría la sombra en el rostro de José, su gesto triste y angustiado al enterarse de la noticia y sentirse obligado a separarse de ella. El taller era el refugio, en el que los Tres se defendían de las habladurías de la gente. Eran una familia estigmatizada. “El Hijo de María”, ¡no de José! José -dirían- ¡el que no supo mantener su dignidad. ¡Jesús, el hijo ilegítimo, el hijo de la impureza! -pensaban los paisanos de Nazaret (Mc 6). Taller de Nazaret, santuario de lágrimas y dolor. Noche oscura que permitió hacer más esplendorosa la mañana del Reino. Tal vez la desaparición de José fue una profecía del abandono del Padre en la Cruz. Hubo un Nazaret muy próximo al Calvario.
José fue un hombre fecundo y creador. Se centró en la obra más importante. En el secreto de su taller tuvo el mejor aprendiz. Y él lo entrenó con exquisita sabiduría. Fue el padre “justo” que Jesús necesitaba. Fue el esposo “justo” que María necesitaba. Y Dios le dio crecimiento.
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[1] León XIII, Quamquampluries, 15 de agosto de 1889: DZ 3260.
[2] San Juan XXIII, Carta apostólica “Le Voci”.
[3] San Juan XXIIII, Carta apostólica, 19 marzo de 1961.
[4] Pío XI, Alocución de 19 de marzo de 1928
[5] Cf. Francisco Solá, San José en Francisco Suárez (1548-1617), en “Estudios Josefinos” (1977), pp. 338-339
[6] F. Suárez, De Mysteriis vital Christi, Disp. I, s.2, n.3, In III, p.4,7, h, q. 29.
[7] F. Suárez, Ibid. s.2, n.5.
[8] Suárez, De Mysteriis vitae Christi, in Ibid., disp. VIII, s.1, n.9. “Las palabras de Suárez, que en la Disputa citada, puede decirse que deja puestos los cimientos y trazado el plan de una “teología sobre san José”, se muestran como una iluminada anticipación del progreso que en la plegaria, en la liturgia y en la doctrina de la Iglesia, destacaría cada vez más a José en un puesto cercano a María e íntimamente asociado con Ella; un puesto correspondiente a una misión que no está en línea con la de los Apóstoles, ni la de los Profetas, ni la de los Doctores de la Iglesia, sino que tiene su sentido por su orden a la venida en carne al mundo del Hijo de Dios” Francisco Canals Vidal, San José, Patriarca del Pueblo de Dios, Centro de Investigaciones Josefinas, Valladolid 1982, p. 124.
[9] Bonifacio Llamera, Teología de San José, BAC, Madrid 1953., pp. 37-38.
[10] Pablo VI, Mensaje dirigido al simposio de Josefología,
[11] San Juan Pablo II, Redemptoris Custos, 17.
[12] San Juan Pablo II, Redemptoris Custos, 8.
[13] Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, 6,8.
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