Si nuestros contemporáneos experimentaran la belleza de Dios, ¿se mostrarían ante Él indiferentes? ¿Habría agnósticos? ¿Produciría espanto la religión?
No es cuestión de inventarnos ahora a un Dios atractivo. Pero sí, de darnos cuenta, de cómo hay formas de hablar de Dios, de presentarlo, de vivirlo, que para nada lo vuelven atractivo: o resulta un dios aburrido, demasiado “eclesiástico”, despreocupado de su creación, incapaz de ser comprendido a no ser por algunos documentadísimos y razonadores teólogos…
Me ha llamado la atención ver constatar cuántas veces, en estos últimos tiempos se hace alusión a la “vía de la belleza”. Así lo hizo el mensaje del Sínodo sobre la Nueva Evangelización y sus propuestas al Papa, así lo hace el Papa Francisco con mucha frecuencia.
No somos nosotros quienes hacemos bello a Dios, sino que es la búsqueda de Dios la que nos lleva a encontrarlo en la belleza.
Y vió Dios que era bello… y creó al ser humano a su imagen y semejanza
Hubo tiempos en los cuales en la Iglesia éramos muy sensible a esta forma de contemplar a Dios. Recordemos a los Padres Capadocios (Basilio, Gregorio Nazianceno, Gregorio de Nisa): para ellos la humanidad es bella porque ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, que es la absoluta Belleza. Por nuestro pecado de origen perdimos esa belleza. Fue Jesús quien la restauró y la redimió con su muerte y resurrección. En Jesús emerge la bellísima creación inicial: “Y vió Dios que era bella”. Pero Él nos llamó a participar de su naturaleza divina y a entrar en el gran acontecimiento de la transparencia de la Belleza divina en la humanidad. El monje sirio -que utilizó el pseudónimo de Dionosio Areopagita- escribió:
“El super-esencial bello es llamado “Belleza” porque esta cualidad se imparte a todos y cada uno de los seres según su naturaleza. Él es la causa de la armonía y del esplendor de todas las cosas. Él se irradia desde ellas, como la luz. Ellas son embellecedoras comunicaciones de su rayo originante”.
San Agustín nos advertía, sin embargo, que el deseo de lo bello a veces se apresura tanto, que le bastan manifestaciones de inferior nivel de la belleza; nos entretenemos con estas muestras limitadas de belleza y nos distraemos y matamos el deseo de la fuente y la meta de toda belleza. Él padeció esa experiencia y, por eso, escribio en una de sus mas famosos textos de las Confesiones: “Tarde te encontré, hermosura siempre antigua y siempre nueva”.
La belleza es tan seductora, que suscita en nosotros mucho amor y produce en nosotros mucho disfrute o deleite. La belleza nos hace bienaventurados. De ahí, la función que ejercerá en la Bienaventuranza definitiva. Pero ya ahora esta bienaventuranza se anticipa. Así lo describió san Agustín:
“Nuestra alma, hermanos míos, es fea a causa del pecado; pero cuando ama a Dios se vuelve bella. ¿Qué tipo de amor es aquel que vuelve bello al amante? Dios es siempre bello, nunca deforme, nunca cambiante. Dios, que es siempre bello, nos amó primero. ¿Cómo Dios nos pudo amar siendo nosotros feos y deformes? No para rechazarnos porque éramos feos. Sino para transformarnos, para hacernos bellos y sacarnos de nuestra deformidad. Nosotros nos convertimos en bellos amando a quien es la Belleza misma. Cuánto más crece el amor en ti, más en ti crece la belleza de tu alma”.
Los seres humanos estamos llamados a ser “deiformes”. Jesús asumió la forma humana, para que nosotros asumamos la forma de Dios. Jesús, el Hijo es bellísimo, porque está totalmente identificado con el Abbá -que es la Belleza personificada-. Jesús es el resplandor de su belleza. Todos los demás seres participamos de esa belleza divina de muy parcialmente, pero de forma real.
En la Iglesia de occidente hubo un tiempo en que se eclipsó -con muy pocas excepciones (los místicos)- la doctrina de la deificación y deiformidad. Se acentuó demasiado nuestra diversidad respecto a Dios; se negó cualquier tipo de analogía entre Dios y nosotros. La reflexión sobre nuestra condición humana se centró excesivamente en el perdón de nuestro pecado, en la justificación. La búsqueda de la belleza fue abandonada en manos de la estética secular.
Menos más que nuestros místicos fueron acendrados buscadores de la Belleza de Dios e hicieron de su vida una búsqueda de la unión amorosa con Él (la vía unitiva). Y ésto lo vemos muy diáfanamente en Teresa de Jesús, en Juan de la Cruz.
No me resisto a mencionar un rito -aparentemente sin importancia- en el cual, gracias al Concilio de Trento, se mantuvo expresamente el deseo de identificación con la naturaleza divina. Se trata de ese momento del Ofertorio en el cual el presbítero echa unas gotas de agua en el vino, mientras ora así:
“per haec sacrosanctum acquae et vini mysterium” (por ese sacrosanto misterio del agua y del vino) concédenos, Señor, que podamos participar en la divinidad de Jesús, tu Hijo, que aceptó participar en nuestra humanidad”.
La belleza “cruciforme” de Dios
El siglo XX nos concedió el gran regalo de dos extraordinarios teólogos, muy sensibles a la Belleza de Dios: Karl Barth y Urs von Balthasar. Ambos explicaron la categoría bíblica de la “gloria de Dios” como el modo de referirnos a la Belleza divina.
La belleza divina es, para Karl Barth, irradiante, luminosa; necesita salir de sí misma para ofrecerse, para darse, para ser disfrutada. Por eso, es plenitud para todos los demás seres, de modo que si tenemos a Dios, nada nos falta (Sal 23) [1]. Confesamos en el Credo que Dios es “todo-poderoso”, pero no debemos olvidar que ese poder es efectivo “porque es bello”. Dios es “todopoderoso” porque su belleza nos conquista, nos seduce, nos persuade, nos convence. El poder de Dios es muy digno de ser amado porque su principal característica -según Barth- es “dar gozo y placer, despertar el deseo”. Cuando nuestro Dios se revela -tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento- crea espacios de tensión seductora, fascinante, amorosa a causa de su Belleza. Por eso resulta tan persuasivo, tan convincente, tan deseable. Dios tiene una fuerza superior, un poder de atracción, que vence y conquista. Dios es bello, divinamente bello, bello a su modo, de un modo que es sólo propio de él, bello en cuento belleza inalcanzable. Dios nos ama como el Que es digno de ser amado como Dios. Esto es lo que nosotros queremos decir cuando decimos que Dios es bello.
La revelación de la belleza se nos ha dado en Jesús “imagen de la gloria de Dios”. Y ahí tenemos el desafío de encontrar la Belleza de Dios en la deformidad del Crucificado (Is 53,2). La belleza deviene cruciforme en la muerte de Jesús: “Cuando sea elevado, atraeré a todos hacia mí”:
“En su autodeclaración (de Dios en Cristo), la belleza de Dios abraza muerte y también vida, miedo y alegría, lo que podemos llamar feo y lo bello”[4].
Hans Urs von Balthasar nos hace ver que solo llegamos a la belleza de Dios a través del Hijo encarnado, Jesús. Nunca deberíamos hablar de la belleza de Dios sin referirnos a la forma cómo esta belleza aparece en la historia de la salvación. Ese es además el arquetipo de toda belleza en el mundo, lo vea o no la gente. La idea cristiana de belleza ha de incluir incluso la cruz y todo aquello que la estética mundana desecha como insoportable. Jesús crucificado-resucitado es la suprema revelación del ser de Dios, de la forma de Dios, de su gloria y belleza. En nuestra noción de belleza se incluye, por lo tanto,la oscuridad abismal en que se hundió el Crucificado[2]. No es bella la realidad porque produce placer. Es al contrario, Dios Dios porque es bello, pero al mismo tiempo es bello porque es Dios. Dios no es Dios porque es bello, sino que es bello porque es Dios. Dios no es bello porque comparte una idea de belleza superior a Él. Dios es la base y el standard de todo aquello que es bello y de todas las ideas de belleza. Tenemos que aprender de Dios qué es la belleza. Nuestras concepciones creaturales de lo bello, se han formado a partir de la experiencia de lo creado. Podemos acertar o equivocarnos sobre lo que es la belleza.
“Jesús es bello en todo: bello en los brazos de sus padres, bello en sus milagros, bello en la flagelación, bello comunicando su espíritu, bello cargando con la cruz, bello en el cielo”[3].
El autor inglés Malcolm Muggeridge tituló su biografía de Madre Teresa de Calcula “Algo bello para Dios” (Something Beautiful for God”). Es obvio que hablar de belleza en ese caso es contemplarla desde una perspectiva diversa a los estándars de belleza que tienen vigencia en la sociedad. Consiste en contemplar la belleza desde la perspectiva de la gracia o de la divinización o del amor agápico desinteresado y que trasciende el placer sensible o la satisfacción.
Jesús Crucificado aparece así como la más profunda y positiva imagen de Dios, de un Dios que se identifica con los pobres, los que sufren, los deshumanizados. Entonces la divinidad no solo se encuentra en lo meramente bello desde la exterioridad y aquello que el mundo afirma, sino también en lo que no tiene poder, e incluso en la muerte.
¿Pero cómo percibir ésto? ¿Cómo ser sensibles a esta dimensión mistérica de la belleza? Sólo nuestro “ego” transformado, convertiro puede ver la realidad de esta manera. En la medida en que nuestro “ego” va siendo transformado por el Espíritu Santo, descubrimos que el amor de Dios y su invitación a participar en él, se nos aparece como bello y no como algo terrorífico. El otro, aunque no sea físicamente agraciado, si tiene la belleza moral, será percibido por quien tiene los ojos de la fe, como moralemnte bello. Será belllo dentro del “theo-drama” en el que estamos implicados, un drama creado por el poder artístico de Dios. Esos actos de amor anticipan la escena final del Reino de Dios, la belleza escatológica del reino de Dios. Así lo sentía la mística medieval Juliana de Norwich: en la medida en que el Espírtiu Santo va transformando nuestro “ego”, vamos siendo enseñados a amar y a desear adecuadamente:
“Yo soy quien te enseño a amar; /Soy yo quien te enseña a desear/. Soy yo la recompensa de todo verdadero deseo”[5].
Consecuencias
De esta breve reflexión se puede extraer no pocas consecuencias. Yo me voy a referir sólo a algunas de ellas que en este momento me parecen más importantes, respecto a la misión y a la espiritualidad.
- No es fácil hablar de la Belleza de Dios. Podemos caer en una ingenuidad ridícula: “a Dios nadie lo ha visto”. Por lo tanto, que nadie pretenda transmitir “en directo” la belleza de Dios con vanas palabras y sermones. Que se evite representar a Dios de forma tan ridículas como aparece en cierta imaginería. La representación de la belleza de Dios tiene que ser “icónica”, “simbólica”. Nos debe orientar hacia el misterio de una Belleza infinita, inconmensurable, misteriosa.
- Renunciar a hablar de la Belleza de Dios, sin embargo, priva a nuestra fe de su mayor encanto: “per visibilia ad invisibilidad”: el camino de la sacramentalidad es nuestro camino hacia la belleza de Dios. Por eso, no hay que despreciar ni minusvalorar la belleza que nos sorprende por todas partes a lo largo de la vida. No se honra la belleza del Creador, despreciando, esas bellezas que Él ha creado y tanto nos fascinan en todos los ámbitos: humano, natural, artístico, espiritual….
- Para ir descubriendo paso a paso la hermosura de Dios necesitamos una fuerte purificación estética y adaptación -gracias a la acción del Espíritu en nosotros- a una nueva sensibilidad. No basta la nueva concienca. Es necesaria una nueva sensibilidad. Quienes se ven agraciados con ella descubren la belleza en aquello que mucha gente no percibe como bello; incluso la belleza en aquello que al parecer la contradice. Es así como llegamos a descubrir la Belleza del Misterio Pascual de Jesús y de cómo la Iglesia lo ceebra en ada uno de sus sacramentos.
- No hay más camino hacia la belleza de Dios que el camino místico, que la mística de los “ojos abiertos”.
[1] Karl Barth, Church Dogmatics, ./1, ed. G. W. Bromiley and T. F. Torrance (Edinburgh: T&T Clark, 1970), 645.
[2] Hans Urs von Balthasar, The Glory of the Lord: A Theological Aesthetics, vol. 1, Seeing the Form (San Francisco: Ignatius, 1982), 124.
[3] Augustin, In Psalmum XUV Ennaratio. Sermo (ML 36).
[4] Barth, Church Dogmatics, H/l, 665.
[5] Julian of Norwich, A Revelation of Love, ch. 59, lines 14-16, in The Writings of Julian of Norwich, ed. Nicholas Watson and Jacqueline Jenkins (University Park, PA: Pennsylvania State University Press, 2006), 311.
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